jueves, 31 de marzo de 2011

Bendito amuleto

La historia surge de uno de los tantos mitos que existen sobre las experiencias que ocurren después de las festividades de los Diablos de Yare.


“Bendito amuleto”

            Estoy seguro de que mi primo lleva el diablo por dentro. Lo conozco hace más de diecisiete años, él sólo me lleva unos meses, hemos sido vecinos en este pequeño pueblo desde que nacimos. Misma escuela, misma plaza y mismo parque hemos compartido desde que tengo memoria. Es por eso que estoy seguro de que últimamente ya no es el mismo, ha cambiado notablemente. Ahora es una persona seria, fría, de oscuros pensamientos y hasta desalmada; se ríe de la desgracia de los demás y vive encerrado en su cuarto realizando extraños cultos. Se lo he comentado a mi tía Lucy, pero insiste que sólo es una faceta por la que está pasando mi primo Fernando.

Todo comenzó hace unas semanas cuando por fin permitieron que Fernando participara en la fiesta de Diablos, todo salió muy bien y el pueblo se divirtió en grande; pero después de ese día él no ha vuelto a ser aquella persona agradable y bullanguera. He tratado de hacer todo lo que se me ha ocurrido para volverlo en sí mismo, he pasado por su cuarto con velitas, cruces, rosarios; le he leído la Biblia de lejitos, le he echado agua bendita y cariaquito morado, hasta a ramazos le caí una vez, pero nada, como en todos mis intentos, me saca ha sacado a patadas.

            Así que decidí llevar esto a manos de alguien que entendiera del asunto. Hablé con el capataz del grupo de diablos y le conté sobre Fernando, me dijo que había escuchado sobre este tipo de situaciones, pero que jamás había vivido una. Juntos consultamos un gran libro en el que nos explicaba qué hacer con el asunto de mi primo. Había que conseguir el amuleto que le haya faltado usar durante el evento y quemarlo.

            Busqué por toda la casa de mi tía, la puse patas arriba prácticamente, cuando ya había perdido las esperenzas de conseguir el objeto me lancé en la grama del patio delantero, ya no hallaba qué hacer. Estaba a punto de romper en llanto cuando observo un pequeño talismán tirado entre las hojas caídas. ¡Sí!, eso debía ser parte de la cadena de mi primo. Inmediatamente lo tomé y lo incineré.

            La mañana siguiente cuando me propuse visitar a Fernando salí corriendo de la casa, y ahí estaba jugando béisbol de nuevo en la calle.

viernes, 25 de marzo de 2011

Con el corazón en la mano


Con el corazón en la mano

Junto a mí un ingeniero de su época, quien se ha ofrecido a enseñarme el lugar. Mientras camino junto a él observo cómo los artesanos se dedican a cortar y pulir cada piedra para que encajen de manera que no quede espacio ni para pasar una tarjeta de crédito, es sorprendente la precisión y dedicación que tienen aquí.


Durante mi recorrido, logro divisar a un grupo de jugadores, si tuviera que decir qué tipo de deporte se trata, diría algo como una mezcla entre fútbol americano con algo de básquet; el hombre que me acompaña no tarda mucho en darse cuenta de mi ignorancia y rápidamente me explica que se trata de un juego en el que tienen que golpear con pies y caderas, una pesada pelota de hule para meterla a través de un aro a unos 7 metros de altura. Yo no sería capaz ni de golpear esa pelota, ¡qué locura!

Me dice que los que están ahora en la cancha son el equipo local, están entrenando porque ésta noche se enfrentarán al equipo de otra población cercana. La noche del solsticio se celebra con un juego que no terminará hasta que uno de los equipos anote un tanto. El capitán del equipo ganador cortará el corazón al capitán perdedor y tendrá derecho a conservarlo como trofeo. Me insiste en que debo quedarme a ver el juego pero, la idea de un sacrificio tan sangriento no me atrae para nada, antes bien, me produce calosfríos el solo imaginarlo y, la mención a algo tan primitivo me genera sentimientos contradictorios hacia esta gente. Lucen afectuosos y solidarios y, sin embargo, pueden realizar actos de esa índole. 

Después de un largo día en el que tuve la oportunidad de visitar un cenote de unos 60 metros de diámetro, comienza a caer el sol, el ingeniero me lleva con gran entusiasmo hacia su templo principal.  Me indica que me pare en un sitio específico y me pide que espere, a los pocos minutos observo cómo una gran serpiente empieza a recorrer el templo de arriba abajo. Por unos minutos creí que se trataba de simple magia, pero no tardé en darme cuenta en cómo la sombra de las rocas formaban triángulos isósceles, creando la ilusión que minutos atrás había visto.

Tan pronto parece desaparecer la cabeza de la serpiente a través de la puerta superior de la pirámide, por esa misma puerta sale el Piache luciendo sus mejores vestiduras, sobre su cabeza un enorme tocado de plumas y en su mano una antorcha encendida con la que da lumbre a una gran pila de leños en forma de lanza apuntando al cielo y, con un grito ronco y potente da inicio a las festividades. 


            El bullicio y la felicidad de los presentes me envolvió en un estado de alegría tal que, sin darme cuenta y habiendo bebido algunos tragos de una bebida de sabor amargo, ya estaba ubicada en una tribuna para ver el juego que estaba por comenzar. Para empezar, a cada capitán de equipo le amarraron una especie de bolsita tejida que iba sostenida contra sus pechos mediante unas tiras cruzadas y amarradas a la espalda. Las relacioné con las bandas que colocan a los capitanes de los equipos de fútbol. 


Con la anotación del equipo de casa, había concluido el juego, venía la parte que no quería ver. El Piache volvió a salir por la puerta de la pirámide, tenía un cuchillo enorme en una mano y en la otra una especie de vasija de barro. Llamó a lo alto de la pirámide a los capitanes. Yo podía entender la cara de orgullo y satisfacción del capitán del equipo ganador pero, contrario a lo que cualquiera esperaría, la del perdedor mostraba desencanto y hasta rabia pero ni atisbo de miedo o cobardía.  Ya ubicados a cada lado del Piache, éste entregó al capitán ganador el cuchillo y, acto seguido, se hizo a un lado entonando unos cánticos repetitivos, algo así como “hum hum balala! hum hum balala! Hum hum balala!...

El capitán ganador alzó con violencia el cuchillo que lucía resplandeciente a la luz de la enorme hoguera y la multitud que hasta ese momento había estado ruidosa, ¡repentinamente se calló!  Yo quería cerrar mis ojos para no ver la masacre pero, la tensión era tal que mis músculos no obedecían, estuve obligada a ver que, con un rápido y certero movimiento del cuchillo, el capitán ganador cortó del pecho del capitán perdedor... la pequeña bolsa que le habían colocado antes del juego para meterla en la vasija que sostenía el Piache y luego sacarla, empapada y chorreante de un líquido rojo. ¡Fue este el momento de éxtasis de todos los presentes! ¡Allí estaba representada la supremacía de uno sobre otro!


Fue así como entendí que las interpretaciones que hacemos de los dibujos Mayas, no representan el verdadero comportamiento de los pobladores de Chichen Itzá quienes más bien, fueron cultos, ingeniosos, respetuosos de los tradiciones y por sobre todo, visionarios recelosos del futuro. 


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jueves, 24 de marzo de 2011

Los cuentos vagabundos

Ana María Matute


         En el texto “Los cuentos vagabundos”, Ana María Matute habla de la carga mágica que transmiten los cuentos, de cómo estos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la infancia de todo niño. También menciona que los cuentos son viajeros vagabundos, que van de hogar en hogar dejando a su paso risas o lágrimas, llegan a los pueblos como la neblina y se dejan filtrar.

         La autora deja ver que todo cuento depende de quién lo narre y la manera en que éste lo haga, pues mucho tiene que ver con la entonación que se utilice, sin embargo es posible sugerir que dependen aun más de quién lo oye, ya que de su imaginación la historia cobra vida.

         Entre las últimas ideas que Matute escribe, manifiesta que todo cuento cobrará vida durante las noches y dejará sus huellas en todo aquel que lo escuche. 

Teo Torriate


Después de la calma

Las 3.00 de la madrugada del viernes 11 de marzo de 2011 y, como todos los viernes, Takashi Tanaka y, hoy también su hijo Sasuke, ya están en pie y a punto de dejar la casa familiar para dirigirse caminando al puerto de Kamaishi, población japonesa de pescadores a orillas del mar Pacífico nororiental, en la conocida región Norte de Honshu, donde han vivido por siempre todas las generaciones de Tanaka que Takashi pueda recordar. Allí abordarán su barco pesquero “Shizumaru” (Calma-Tranquilidad) y saldrán en un rutinario viaje de pesca de langostas hasta la fosa de Japón. La travesía les tomará cinco días entre ir y volver, como bien sabe Takashi, pues ha hecho el mismo viaje durante todas las semanas de los últimos cuarenta años. A diferencia de Sasuke, quien tan solo está pasando unos días de vacaciones con sus padres, ya que su actual residencia es en Tokio, a donde se fue a estudiar una carrera en uno de los miles de institutos que enseñan computación.

         En la tibia cocina se despiden de Tomoya, la esposa de Takashi y madre de Sasuke. Ésta, como cada viernes y como cada vez que está contenta, entona una vieja y melodiosa canción japonesa:..”Teo torriate konomama iko, aisuruhito yo, shizukana yoi ni, hikario tomoshi, itoshiki oshieo idaki”*.

Tomoya está contenta porque sabe que al regreso del viaje Takashi y Sasuke vendrán con una buena carga de langostas, que venderán en el pequeño local que rentan en el mercado, el cual funciona los miércoles y jueves cerca del muelle principal del pueblo. Eso les permite vivir cómodamente y ayudar a Sasuke con sus gastos de vida en Tokio. Viven sin lujos ni pretensiones, pero con tranquilidad y seguridad y, al final, es cuanto ellos quieren.

Tan pronto padre e hijo abren la puerta para salir a la calle, un viento helado se les cuela bajo la ropa y les eriza la piel. Takashi piensa que éste año ha hecho más frío que los anteriores, solo recuerda otro marzo igual de cuando aún era un joven adolescente. Fue en una oportunidad cuando acompañó a un amigo de su padre, quien era de los pocos que podía darse el lujo de tener un bote pesquero en esos días, cuando la mayoría en el pueblo vivía de lo que podían pescar con anzuelos, nasa y redes cortas. Cuando ya están sobre el muelle donde tienen amarrado al Shizumaru, una repentina ráfaga de viento le saca el sombrero en forma de capucha tejida que llevaba hasta las orejas. Sasuke corre tratando de agarrarlo, pero el sombrero cae al mar y rápidamente las olas, que están alteradas por los helados vientos, pronto se lo tragan.

Takashi mira como desaparece su sombrero con ojos de tristeza y resignación. Tristeza porque antes de pertenecerle a él había sido de su padre. Era el único bien material que había heredado cuando éste había muerto de una neumonía crónica que lo había acompañado los últimos años de su vida, probablemente por haber tenido que vivir de pescar con anzuelo y redes desde la orilla de la playa, con los pies siempre sumergidos en el agua a tempranas horas del amanecer y en todas las épocas del año. Y resignación, porque sí algo han aprendido los japoneses desde la Segunda Guerra Mundial, es a resignarse; bajan la cabeza, juntan las manos y siguen persistiendo. Un repentino pensamiento pasa por su mente, ¿será un aviso de su padre para que suspendan su viaje? Sacude su cabeza buscando alejar semejante necedad y, para poner punto final a esa idea, dedica una oración a Buda.

En la casa, Tomoya dedicará su día a la limpieza y al arreglo de la casa. Cambiará sábanas y toallas y hará el lavado semanal de la ropa. Dedicará un tiempo a Buda para pedirle por la seguridad de Takashi y Sasuke, porque los acompañe en el viaje y los traiga sanos a buen puerto. Luego almorzará una frugal comida consistente básicamente en arroz y pescado mushimono (al vapor) con jenjibre, descansará un rato y a eso de las tres de la tarde recibirá a sus amigas Sora y Mizú, con quienes preparará unas sabrosas galletas de harina de avena y las acompañarán con Té de hierbas. Como todos los viernes, hablarán de sus mutuos recuerdos, de las experiencias vividas y se alegrarán de haber mantenido una amistad por más de cincuenta años para, antes de despedirse, brindar por éste encuentro y los próximos con una pequeña copa de sake de arroz.

Ya en el mar, Takashi y Sasuke, aprovechando el piloto automático, se dedican a las labores propias de un barco pesquero de poco calado como es el Shizumaru. Preparan las nasas y las boyas con las cuales marcarán las ubicaciones de las mismas, lavarán las cavas, llenarán con kerosén el tanque del motor que mantiene la refrigeración de las cavas, engrasarán las guayas y poleas del andamiaje con el que recuperan las nasas una vez se han llenado. Cuando divisan a lo lejos al Umi Sora (Mar y Cielo), otro barco pesquero de mayor calado, saben que están llegando al primer lugar donde comenzará su faena de pesca.

Comienzan el proceso de arrojar al mar las nasas amarradas a las boyas de localización, en un vaivén que, a quien no esté acostumbrado, haría arrojar por la borda todo lo que su estómago tuviera. Este proceso les toma algunas horas y, ya pasado el mediodía, se dirigen a un bajío cercano formado por el borde submarino de la fosa, para poder lanzar el ancla y disponerse a almorzar y descansar.

A las tres de la tarde, ambos son despertados del profundo sueño en el que estaban sumergidos, por una repentina agitación del bote. Se sentía como sí la mano de un gigante lo hubiera agarrado y lo sacudiera sin contemplación, como un bebé batiendo una maraca. Adiestrados como estaban, padre e hijo saben que es un terremoto, vivir en Japón es acostumbrarse a los continuos temblores de tierra por la ubicación de las islas japonesas, en el borde de una de las más grandes fallas que hay entre las placas tectónicas de la tierra. Pero, habiendo estado en el mar en otros terremotos anteriores Takashi se pregunta sí no será el más fuerte que hubiera sentido y, para empeorar lo que un terremoto significa, había sido bastante largo.

Tan pronto pasa la conmoción y el barco deja de trepidar, padre e hijo se miran a la cara y, sin siquiera cruzar palabra, con sus rasgados ojos mostrando consternación, ambos asienten y levan el ancla para dirigirse al sitio de ubicación de las nasas, recogerlas y regresar a Kamaishi. Ambos están convencidos de que, sin importar donde hubiere estado localizado el epicentro, el terremoto debió afectar muchas poblaciones.

Estando en su trabajo de recuperar las nasas, sienten un sólido “pum” que levanta y baja al barco el cual, tan pronto parece ganar su equilibrio, vuelve a subir y bajar unas cuantas veces. Cada golpe del barco ha sido consecuencia de una alta y continua masa de agua que en forma de una sola ola es seguida en pocos minutos por otra. Esto, para los conocedores, sólo puede significar una cosa…!Tsunami!

Toman la radio del barco e intentan comunicarse con su puerto lo que resulta imposible, sólo oyen a otros pescadores de la zona intentado lo mismo que ellos. Ahora ya no es consternación lo que sienten padre e hijo, ¡es pánico y horror! Miles de pensamientos se agolpan en sus cabezas. El primero, lógicamente, va dirigido a Tomoya y, seguidamente, a sus amigos, sus vecinos y su pueblo.

Al pensar en su pueblo Kamaishi, Takashi siente una oleada de momentánea tranquilidad que, si bien no calma sus miedos de un todo, atenúa el terror que se había instalado en su mente y en su cuerpo, como un espeso líquido que traba sus movimientos y su razonamiento. Cuando recuerda que es uno de los pocos pueblos pesqueros que, a pesar de tener una ligera elevación sobre el mar, salvo al nivel de la bahía, levantó una enorme muralla anti Tsunami a todo lo largo de la zona donde se ubican la mayoría de sus habitantes, justo a un lado de la carretera principal que une al pueblo con los demás centros poblados de la zona. Esta muralla fue motivo de muchas discusiones, al mejor estilo japonés; con elegancia y respeto por las opiniones de todos los involucrados. Costó mucho dinero que, en forma de nuevos impuestos, pagaron sus habitantes pero que, en momentos como éste, perdía importancia por convertirse en el único recurso que los salvaguardaría de una catástrofe así como las modernas regulaciones sobre construcción los venían protegiendo de los constantes terremotos. Takashi agradeció mentalmente a todos aquellos que habían insistido en la construcción de esa barrera protectora antes que en mejorar las instalaciones del puerto.

Conforme navegaban de vuelta y caía la noche, trozos de lo que parecían escombros de un naufragio, comenzaron a golpear al Shizumaru. Takashi y Sasuke debieron vadear alrededor de estas ruinas que, para evitarles mayor preocupación - como si fuera posible- mantenían su anonimato en la oscuridad de la noche. Hasta que, como se habría imaginado alguien que conociera la situación de esos pueblos para esas horas; un enorme trozo de lo que bien podría ser restos de un muelle o de un techo, golpeó al barco por debajo con tal fuerza que debió destrozar la pópela de éste.

Ahora estaban a la deriva y en vez de acercarse a tierra parecían retirarse por una corriente que como enorme resaca los empujaba hacia afuera y hacia el sur.

Transcurrieron varios días y sus noches en las que no divisaban absolutamente nada más que estrellas, sólo un cuarto creciente de Luna para acompañarlos. Pensaban que la corriente los habría arrojado mar afuera porque por las noches no divisaban ninguna luz que pudiera indicarles su cercanía a tierra. Hasta que el martes muy temprano divisaron una columna de lo que parecía humo. Ahora el mar los empujaba en esa dirección. Cuando estuvieron más cerca pudieron divisar unas torres que, como pequeñas “tours Eiffel” sobresalían en la costa. Takashi supo inmediatamente lo que eran, las torres de la Planta nuclear de Fukushima Daiichi.

Lanzaron al mar todo lo que les aportaba peso, ya verían como reponerlas después, ahora lo único importante era mantenerse vivos, llegar a la costa y regresar a Kamaishi. Ayudándose con los remos y aprovechando ahora la corriente, remaron con todas sus fuerzas hacia aquella visión neblinosa.

Varias horas pasaron, los hombres estaban agotados pero continuaban remando hacia las torres. Ahora lucían muy cercanas pero, extrañamente, cuanto más se acercaban, más neblina había sobre la zona. Finalmente, al límite de sus fuerzas, el Shizumaru logró atracar contra unas rocas cercanas a la Planta. Takashi y Sasuke brincaron hacia estas y soltaron el barco, no tenía sentido tratar de sostenerlo pues se haría trizas contra las rocas. Lo vieron irse y, calladamente, le agradecieron haberlos traído sanos y salvos a esta tierra de Fukushima, la cual, empapados de la niebla del lugar, en señal de felicidad, ¡besaron!

NOTAS:

* Teo torriate konomama iko, aisuruhito yo, shizukana yoi ni, hikario tomoshi, itoshiki oshieo idaki. (Mantengámonos juntos mientras pasan los años, o mi amor, mi amor, en la calma de la noche dejemos que nuestra vela arda por siempre, no perdamos las lecciones que hemos aprendido).

Teo Torriate o Let us cling together, es una canción del Queen.

El pueblo de Kamaishi existe. Es uno de los muchos que quedaron totalmente arrasados por el Tsunami, por ser uno de los pocos que tenía barreras anti Tsunami, la gente huyó al sitio que estas barreras protegían y lamentablemente el Tsunami las destrozó y se llevó a propiedades y personas.

Carla Trujillo 

miércoles, 23 de marzo de 2011

De la piel para adentro

Antes de leer la historia te recomiendo que visites los siguientes links, donde encontrarás fragmentos del libro del Dr. Fernando Rísquez, "De la piel para adentro", para la escritura creativa. 


PAIKU

   Paikú, un joven que nació hace muchísimos años en una remota isla del Pacífico a la que daremos por nombre Kut-nai-loa (que en el idioma del lugar significaba: “isla bañada por el sol y las olas”), pasaba sus tardes en compañía de su perro Guau contemplando el mar, la caída del sol y la salida de las estrellas (*1).


   Sus días, desde que recordaba, transcurrían de la misma forma: antes de salir el sol, la voz de su madre (*2) ordenándole levantarse, un escaso desayuno consistente en un atol del fruto del árbol del pan, las autoritarias indicaciones de su padre (*3) antes de comenzar la faena y, como siempre, agarrando con una mano su cuchillo hecho de una piedra-laja afilada a fuerza de frotarla con piedras volcánicas, con mango de madera y amarre con trenzas del tejido de las flexibles ramas del Pombú, y con la otra mano, un enorme cesto hecho de ramas húmedas prensadas del Trezko, mismas que se utilizaban para confeccionar los pequeños guayucos que usaban, para entonces dirigirse hacia el conuco que, como una herida abierta en medio de la selva tropical, habían hecho él y su papá.


   Ahora el conuco era su obligación, su padre ya no lo acompañaba, era ley de vida de su pueblo que, tan pronto un hijo varón tuviera edad para trabajarlo, el padre legaba esa tarea y se dedicaba a actividades artesanales y a la pesca. Paikú tendría que esperar que su hermano Kupai alcanzara la edad suficiente para aprender lo referente al conuco y lo sustituyera a él en esa tarea (*4).

   Todos los días, al llegar al conuco, Paikú seguía la misma rutina (*5); empezaba metiendo en el enorme cesto las verduras, legumbres y especias que ya estuvieran a punto. Dejaba el cesto bajo la sombra de un árbol y, con demostración de enorme paciencia, se dedicaba a quitar todo yerbajo, oruga, gusano o insecto que amenazara la salud del conuco y retiraba aquellas plantas que algún animal hubiere maltratado por la noche. Esta era la parte del trabajo que más tiempo le tomaba, a Paikú siempre le maravillaba descubrir (*6) lo rápido que podían reproducirse todos esos bichos y a diario se preguntaba cómo podría evitarse la multiplicación de ellos (*7). Al terminar la limpieza debía dedicarle tiempo a reponer nuevas semillas o esquejes en los espacios que hubieren quedado vacíos, sólo esto garantizaba mantener la producción del conuco (*8).

   Terminado su trabajo, colocaba su cuchillo en el cesto, se encaramaba éste sobre su cabeza y volvía a su casa, siempre acompañado de su perro. Ambos se sentían contentos al final de cada jornada porque sabían que, una vez organizada la carga dentro de la choza que servía de depósito, se darían un buen baño en el mar y comerían una sabrosa comida. A Paikú le gustaba que su padre tuviera tiempo para pescar porque, con buen tiempo y algo de suerte, siempre tendrían pescado ahumado y tajadas de plaktan (alimento parecido al plátano) para cenar.

   Una vez terminada la comida, amo y mascota se dirigían a la enorme piedra que sobresalía al final de la bahía y allí, acompañados de ocasos multicolores, se echaban a reposar y a esperar la salida de las estrellas.
Una de esas tardes, ya para caer la noche con su manto de millones de kukurnagas (luciérnagas), Paikú divisó a lo lejos un extraño movimiento en el mar. Viendo hacia el horizonte se dibujaba una silueta que le recordaba los techos puntiagudos de las chozas, debía ser algo grande para que a tanta distancia pudiera notarse. No era nada que el conociera o de lo que hubiera oído hablar al Baktum de su tribu. Como la noche caía y no la estaba acompañando la diosa Moona, la oscuridad tragó a la aparición (*9).

   Paikú, seguido de cerca por Guau, corrió por sobre las piedras y por la orilla de la playa hasta llegar a la hoguera alrededor de la cual se sentaban todas las noches los viejos de la tribu. Con gritos ahogados y enorme emoción contó su visión a los allí reunidos, quienes, para su sorpresa, no mostraron extrañeza ni consternación. Lo dejaron contar su historia con paciencia y atención, por algo eran llamados “sabios de la tribu” (Baktum-klan), y fue el Baktum quién tomó la palabra para, en forma de cuento ancestral, hablarle sobre las extrañas criaturas que salen del mar en noches sin Moona y que, aquellos que habían querido volver a verlas, habían desaparecido por siempre, llevados por estos monstruos hasta el borde de las aguas que, sin más, se los habían tragado. La recomendación para él fue que olvidara lo visto y dejara el manejo de esas cosas a los sabios, que ellos, mediante sus ritos y ofrendas a sus Moais (dioses), lograrían ahuyentarlos y mantenerlos fuera de sus costas como venían haciendo por siglos (*10).


   Los días pasaron desde la noche de la visión, Paikú, a diferencia de lo que le habían exhortado los sabios (*11), no dejaba de pensar en lo que había visto. En cada oruga que quitaba de las matas, en cada legumbre que metía al cesto y en cada hoyo que hacía para depositar una nueva semilla, veía reflejada la figura que en forma de techo de choza mantenía fija en su mente y, ahora más que nunca, esperaba con ansias la llegada de la tarde para correr a la piedra que le servía de balcón, donde, en actitud expectante, mantenía fija la mirada sobre el horizonte (*12).

   Pasaron los años y llegó el momento en que Paikú debía enseñar a Kupai el oficio del conuco. A través de estos años Paikú nunca pudo olvidar aquella visión, antes bien, decían en la tribu, que estaba totalmente ensimismado (*13).

   Cuando Paikú pudo dejar a su hermano el conuco para dedicarse a la pesca, como le correspondía por tradición, sintió una enorme felicidad porque ahora tendría más tiempo para lo que mantenía su mente ocupada (*14). Mientras aprendía a pescar con una lanza de madera a los escurridizos peces que tanto le gustaban, podía levantar la vista y observar el mar hacia el horizonte, ya no de noche y con poca luz si no con toda la luminosidad que el Dios Solk le proporcionaba. Así, con luz y atención, un buen día vio reaparecer a la visión que tanto había deseado volver a ver. Corrió a la piedra al final de la bahía, se sentó en ella y con las manos colocadas a los lados de su cara (como hacía para observar los pájaros), para concentrar su vista en el monstruo, vió, observó, contempló y finalmente descubrió lo que era aquella visión (*15).

   No se parecía a nada que hubiera en la isla, ni vegetal ni animal, por lo tanto no podía ser un monstruo. Tal vez un espíritu de aquellos a quienes hacían referencia los sabios, total él no sabía nada de espíritus pero, pensó, ¿qué mal puede haber en que yo vea cosas como estas?, no estoy lo suficientemente cerca como para que me lleven y en cambio, es algo nuevo para ver (*16).

   Con ésta idea se dedicó a detallar cada elemento de la visión hasta que, ya para caer la tarde, oyó los gritos de su padre ordenándole regresar a su sitio de pesca. Lo cual hizo sin dejar de voltear a ver el fenómeno que, al pisar la playa, quedaba tapado por las piedras que se encontraban al final de la bahía.

   Esa tarde, al terminar su faena, sin baño de mar ni habiendo comido, corrió lo más rápido que pudo a la piedra de costumbre. Su desencanto fue total cuando vio que la visión ya no estaba. Regresó por su cena y luego, con ayuda de una varita, se dedicó a tratar de reproducir lo que había observado sobre la arena de la playa y, mientras dibujaba, varias ideas iban surgiendo en su cabeza (*17).

   Sí antes había estado ensimismado, ahora estaba obsesionado (*18). Observaba todo aquello que lo rodeaba con curiosidad y empeño. Recogía algo de aquí, cortaba algo de allá, probaba la fuerza de lianas y bejucos; llevaba ramas y palos al mar para probar si flotaban o se hundían. Tejió ramas de diferentes arbustos y árboles, poco apretados, más apretados o muy apretados, después los jalaba con fuerza como para romperlos. Desechaba algunas cosas y las otras las iba acumulando en una cueva, bajo las piedras de la bahía, fuera de la vista de los demás que, como siempre, vivían criticando su comportamiento y que conforme pasaba el tiempo a él le importaba cada vez menos (*19).

   Llegaron los días (de noches sin Moona) en los cuales celebraban las fiestas al Dios Solk. Eran días donde nadie trabajaba porque debían ayunar en honor a Solk. Paikú aprovechó a dar forma a la idea que tanto lo apasionaba. Recogió verduras y legumbres y las colocó en una cesta, llenó un jarrón de barro con agua del rio, guardó pescado ahumado entre hojas de plaktan y se encerró en la cueva a construir con el material que había reunido (*20).

   La noche de las ofrendas a Solk, cuando todos los integrantes de la tribu consumían el líquido fermentado de la planta de Alkool, Paikú echó lo construido al mar, subió los alimentos y el agua, a Guau y, empujándose fuera de las rocas con una larga vara, se trepó en su “monstruo” y dejó que las corrientes los fueran llevando hacia mar adentro (*21).

   Paikú sonreía al pensar que al día siguiente, cuando notaran su ausencia, los sabios de la tribu dirían que por no haber oído sus consejos, algún monstruo de las profundidades lo había tomado en sus fauces y se lo había llevado al borde de las aguas para que ésta lo tragara, pero, ahora Paikú sabía que, como otros tantos monstruos que habían pasado y seguido, el suyo lo llevaría a otro lugar con otras personas y seguramente, otros alimentos, otras costumbres, otra vida (*22).

Conceptos tomados de tres lecturas del libro del Dr. Fernando Rísquez “De la Piel para adentro” para la Escritura Creativa “Paikú”.

*1.- Reflexión, Curiosidad (II La Técnica).
*2, *3, *4.- Yo y el otro (I Formación del Yo).
*5.- Técnica (II La Técnica).
*6.- Descubrir (II La Técnica).
*7.- Ciencia (I Formación del Yo).
*8.- Técnica, Artesano (II La Técnica).
*9.- Inspiración (Creatividad).
*10.- Miedo, Religión (Creatividad).
*11.- Aludiendo al dicho: “Hay dos maneras de vivir, como le da la gana a uno y como le da la gana a los demás”.
*12, *13, *14.- Reflexión, Vocación, Ensimismamiento (I Formación del Yo, II La Técnica).
*15.- Emoción y Curiosidad que llevan a Contemplar y Descubrir (II La Técnica).
*16.- Reflexión (Creatividad).
*17.- Inventar (II La Técnica).
*18.- Conciencia, Memoria, Fantasías, Sueños (II La Técnica).
*19, *20.- Técnica, Inventar (II La Técnica).
*21.- Libertad, Riesgo, Emoción (II La Técnica).
*22.- Hay dos maneras de vivir, como le da la gana a uno y como le da la gana a los demás.

miércoles, 9 de marzo de 2011

LSD

En esta ocasión se escribió una historia a partir de la letra de una canción, en mi caso tomé "Lucy in the sky with diamonds" de The Beatles. Al final de la historia colocaré la letra de la canción.


LUCY EN EL CIELO CON BRILLANTES

En lo que podría ser un universo paralelo, con la presencia de un sistema planetario que gira alrededor de una estrella semejante a nuestro sol; en el tercer planeta, contado a partir de dicha estrella, existe vida.

Hay seres vivos parecidos a nosotros, a nuestros animales y a nuestras plantas, aunque debemos decir que ¡no como te los estás imaginando!, más bien son unas extrañas combinaciones de todo aquello que conoces, serían seres como solo podría visualizarlos alguien que se encuentre bajo los efectos de un poderoso narcótico o alguna substancia alucinógena.

Un recorrido por algunos parajes de este planeta te mostrarían un arcoíris de innumerables colores en cada rincón visible. Hacia todo espacio que vieras, la profusión y luminosidad de brillantes colores te haría pensar que, quien quiera que haya creado ese mundo debió tener una enorme paleta con colores desconocidos hasta para Leonardo Da Vinci y, en un arranque de locura y creatividad decidió usarlos todos en todas partes.

Montañas grandes, medianas y pequeñas haciendo gala de diferentes tonos de morado y azul para contrastar contra un cielo de un purísimo color blanco con nubes anaranjadas que parecen chorrearse como una mermelada de durazno sobre un helado de vainilla.

Ríos y cascadas que flotan en el aire y que, por no saberse la letra de ninguna, murmuran canciones, mientras mueven a su paso botes hechos de azúcar y sal que llevan como ocupantes a delfines dorados con crestas de pavos reales.

Gigantescas flores de papel celofán en amarillo y verde que parecen crecer hasta el cielo, brillan continuamente al reflejar la brillante luz ultravioleta de la estrella que todo lo alumbra.

Mariposas de mil formas con escarcha, sin escarcha, con lentejuelas o sin ellas, con plumas o desplumadas, con sombreros y pelucas, brincan con las enormes patas en forma de resorte que tienen.

En una ciudad tan multicolor y plana que parece el dibujo de una niña de cinco años, vemos personajes estrafalarios y llamativos. De entre la gente en forma de caballos de madera, porteros de plastilina y taxis de papel periódico, aparece una niña cuyos ojos brillan como dos grandes diamantes.

Lucy, que es el nombre de la niña, tiene un hermoso cabello largo con bucles color miel, piel rosada y parece flotar y bailar por sobre las cabezas de los demás. Va vestida como una joven gitana; descalza, blusa blanca, collar de cuentas de colores y la larga falda de flores hace movimientos de olas en el aire al compás del baile que, suavemente, sigue Lucy de los murmullos del río.

Lucy baila, gira y se mueve sin un aparente destino. No parece tener apuro, ni ocupación, ni obligaciones, solo estar presente, bailar y deambular.

De la nada, como todo en este extraño mundo, aparece un bonito puente que conduce hasta una fuente de la que, entre nubes de humo del color del azufre, sale un joven alto, cabellos lisos hasta los hombros, larga nariz sobre la que lleva lentes pequeños y redondos de cristales rosados y en su mano derecha carga una costosa guitarra eléctrica.

Al instante, Lucy se le acerca y le pregunta el nombre y, sin más palabras de por medio, le toma la mano libre y lo hace bailar con ella. De la guitarra de John, que es como se llama el recién llegado, comienza a surgir una alegre música que suena a algo parecido como:”ob la di ob la da”…y, al ritmo de ésta pegajosa melodía Lucy, la de los ojos como diamantes y John, el de lentecitos redondos de cristales rosados, van bailando y saltando, recorriendo caminos de pastillas de chocolates de colores, nadando en ríos de sabrosa limonada fosforescente, brincando sobre redondas piedras de cristal tornasolado, sumergiéndose en olas de algodón de azúcar, dando vueltas en remolinos de crema batida que los lanzan en trampolines de gelatina de uvas.

Así, bailando y cantando, Lucy y John pasan un tiempo que nadie mide, atraviesan espacios sin volumen y recorren caminos nunca pisados en un mundo imaginario. Comen mandarinas púrpura que, como grandes zarcillos, cuelgan de todos los árboles; pasteles de malvavisco que nacen de extrañas matas de cactus sin espinas; papas fritas que crecen como grama y hamburguesas que les ofrece la brisa.

Lucy le cuenta a John de su mundo, de ese en el que nada es importante y todo es…como tiene que ser. Nadie desea nada porque todo lo tiene; nadie sabe lo que es ser bueno porque nadie es malo; nadie se cree diferente porque todos lo son; nadie se piensa mejor porque nadie es peor…y, entre tanta incomprensión para John, llega un temblor. Una estación de tren en la que un portero de plastilina luce con orgullo una corbata de vidrio, se materializa frente a sus ojos. En el preciso instante en que la estrella cambia del blanco al negro, como si una mano le hubiera dado vuelta a una moneda, y la penumbra lo arropa todo, el portero grita a todo pulmón: “se va el tren del que no debió venir”.

Lucy empuja a John dentro del tren y John, quien no ve nada más allá de su larga nariz, oye la voz de Lucy que, como en un sueño, le dice: “recuerda escribirme una canción”. 

Carla Trujillo



LUCY IN THE SKY WITH DIAMONDS



Picture yourself in a boat on a river

with tangerine trees and marmelade skies

somebody calls you, you answer quite slowly,
a girl with kaleidoscope eyes
cellophane flowers of yellow and green,
towering over your head
look for the girl with the sun in her eyes,
and she's gone
lucy in the sky with diamonds
follow her down to a bridge by a fountain
where rocking horse people eat marshmallow pies,
everyone smiles as you drift past the flowers
that grow so incredibly high.
newspaper taxis appear on the shore
waiting to take you away
climb in the back with your head in the clouds
and you're gone
Lucy in the sky with diamonds
picture yourself on a train in a station
with plasticine porters with looking glass ties
suddenly someone is there at the turnstile
the girl with the kaleidoscope eyes
lucy in the sky with diamonds...


Para ti

(En esta actividad se tomó una imagen al azar y se redactó un cuento a partir de ella)



Para ti



He aquí un día que tanto he esperado, pronto se oirá en los altavoces el nombre Alicia Montoya y será mi turno de subir al estrado. Nadie podría tener idea de cuánto había esperado por un momento así. Finalmente creo que lograré que mi padre se sienta orgulloso de mí, orgulloso de tener una hija. Siempre he sentido que fue una gran desilusión para él el momento de mi nacimiento, pues mi madre quiso esperar a que naciera para conocer mi sexo y -como la mayoría de los hombres de su época- mi padre ansiaba un varón.

Cuando tenía cuatro años mi vida cambió para siempre, mi madre enfermó gravemente y pasó a una mejor vida, desde entonces hemos sido sólo mi padre y yo. Como él, nunca he sido muy expresiva, soy de esas personas que entienden mejor las acciones que las palabras.  Recuerdo que toda mi vida he tratado de actuar en torno a sus gustos e intereses, demasiado diría yo. Por ejemplo, de pequeña estuve en toda clase de deportes, futbol, voleibol, kickingbol, nómbralo y yo lo intenté, en muchos casos lucía muy ruda para ser una niña. Soy una gran fanática de los juegos de beisbol y jamás he dejado de ver alguno, me encantan las armas y por eso escogí la carrera militar, sin embargo, nunca he sentido que mi padre haya estado completamente satisfecho con nada de lo que haya hecho, pues al fin y al cabo soy una mujer, y me gusta estar arreglada, ir de compras, visitar la peluquería y -aunque suene anticuado- son ciertas cosas que marcan la diferencia entre hombres y mujeres, que significan una gran barrera entre mi papá y yo.

A medida que pasaron los años la diferencia se hizo más grande, mis intereses fueron cambiando, y simplemente ya no podía ser aquella chica del equipo de hombres. Poco a poco nos fuimos distanciando, cuando entre a la universidad nos distanciamos aún más, pues tuve que mudarme de la casa al campus, y -como dije antes- ninguno es muy efusivo que digamos. Hemos llegado al punto en que por diferentes razones, hasta hoy tenía año y medio sin verlo. Siempre lo tengo presente y a veces me siento culpable pues tengo en cuenta que se encuentra solo en la casa, pero todo lo que hago, lo hago pensando en él.

Eso no trae a este momento en el que estoy a punto de recibir un reconocimiento por mi sobresaliente participación en una misión en Colombia, al mismo tiempo que me ascenderán de rango, una situación poco común y extraordinaria. Por fin escucho retumbar mi nombre en los altavoces, nerviosa, busco a mi padre entre el público, lo reconozco, ahí lo veo, con una gran sonrisa que me ha dejado sin aliento, no puedo esperar a que termine el evento para correr a donde está él, no tiene que decir nada, simplemente con su expresión sé que enorgullece de mí.

Carla Trujillo